Un reencuentro momentáneo con mi yo de 22 años
Llevé a comer a mi versión de 22 años a su restaurante de sushi favorito.
Entré con una sonrisa que no podía disimular. Hacía más de 13 años que no pisaba ese restaurante y, aunque no estaba en el mismo local, me envolvió esa misma sensación de que era un lugar especial, reservado solo para ocasiones especiales.
Mi yo de antes ahorraba lo más posible de cada cheque. Esperaba alguna celebración para escaparse al happy hour con las amigas del trabajo y pedir el bocadito de yellowtail bañado en ponzu y naranja.
Lo saboreábamos lentamente, entendiendo que cada bocado era un pequeño lujo. A veces lo pedíamos dos veces: una al inicio, para abrir el paladar, y otra al final, para cerrar la noche sabiendo que pasarían meses antes de volver.
Mi yo presente sonrió al ver la carta del happy hour: el restaurante aún ofrecía el mismo plato especial.
Invité a una amiga y le dije que íbamos a pedir prácticamente todo el menú. Comenzamos con el plato estrella: el que se deshace en la boca mientras saboreas ese toque cítrico.
Al probarlo, cerré los ojos… y ahí estaba otra vez: mi compañera de trabajo de entonces, la que siempre organizaba nuestras celebraciones, vertiendo mi primera copita de sake y pidiendole el siguiente plato al bartender.
Le sonreí. Y, por un instante, me vi a mí también.
“¿Pido otro plato?”, me dice mi amiga, trayéndome una vez más al presente.
“Pide lo que quieras. Yo invito.”
Qué ironía.
Casi veinte años después, con un presupuesto mucho más generoso para darme estos gustos, nunca se me ocurrió venir en horario regular y pedir los platos grandes que tanto miraba de reojo.
Quizás estamos condicionados a repetir nuestros hábitos. Tal vez necesitaba recordar la experiencia tal y como la vivía en esos tiempos.
Pero ahora sé… para la próxima.